147 - 154 PAGINAS INICIALES.indd 1 El presente artículo es uno de los resultados del proyecto de investi- gación: Humanismo cívico. Un nuevo modo de pensar y comportarse políticamente (Fase II), que desarrolla el grupo de investigación Lu- men (reconocido por Colciencias), de la Escuela de Filosofía y Huma- nidades de la Universidad Sergio Arboleda. El proyecto de investiga- ción es fi nanciado y avalado por la Universidad Sergio Arboleda. 2 Doctora en fi losofía. Docente investigadora de la Escuela de Filosofía y Humanidades de la Universidad Sergio Arboleda, Bogotá, Colom- bia. liliana.irizar@usa.edu.co 3 Estudiante de décimo semestre de fi losofía. Investigador junior. Uni- versidad Sergio Arboleda, Bogotá, Colombia. javierngc@hotmail.com Recibido: 08/07/08 Aceptado: 18/11/08 I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Humanismo cívico y medios de comunicación social Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza1 Civic Humanism and the Mass Media Towards the Media Hermeneutics of Hope Liliana Beatriz Irizar2 Javier Nicolás González-Camargo3 Resumen Existe una propuesta desde la fi losofía política denomina- da humanismo cívico. Este modelo sociopolítico, que posee claras raíces aristotélicas, ha sido rehabilitado recientemen- te por el fi lósofo español Alejandro Llano. El humanismo cívico nos invita a repensar la democracia desde paráme- tros genuinamente humanos, puesto que en el centro de sus refl exiones sitúa a la persona y su dignidad esencial. Esta propuesta considera crucial el papel de los medios de comunicación en la tarea de humanizar la vida socio- política. Se requiere para eso una formación rigurosa de los expertos en comunicación de modo que contribuyan a transmitir la información basándose en lo que se denomi- na aquí una hermenéutica de la esperanza. Palabras clave: humanismo, ética, educación ciuda- dana, medios de información, democracia (Fuente: Tesau- ro de la UNESCO). Abstract There is a proposal in political philosophy known as civic humanism. This socio-political model, with defi nite Aris- totelian roots, was rehabilitated recently by the Spanish philosopher Alejandro Llano. Civic humanism invites us to rethink democracy from the standpoint of genuinely human parameters, inasmuch as its thinking is centered on the person and his/her essential dignity. As part of this proposal, the role of the mass media in humanizing social-political life is considered crucial. A rigorous education for experts in communication is requi- red to make this possible. They must be trained to help transmit information based on what is referred to in this article as the hermeneutics of hope. Key words: Humanism, ethics, education in citi- zenship, mass media, and democracy (Source: UNESCO Thesaurus) 179 - 198 I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 180 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza Introducción El fenómeno de la comunicación social es emi- nentemente contemporáneo e interdisciplinario. En efecto, “Pocos fenómenos hay actualmente tan necesitados de la interdisciplinariedad como la comunicación. Su estudio científi co no se debe a una sola perspectiva del saber, y su riqueza y complejidad desbordan el objeto propio de una sola ciencia” (Yarce, 1986, p. 17). Por tanto, es im- perativo que la fi losofía, con sus recursos holísti- cos y unifi cadores, contribuya a una mejor com- prensión de esta disciplina ofreciendo una teoría de la comunicación convenientemente funda- mentada y, al mismo tiempo, aporte a la praxis comunicativa una doctrina coherente y unitaria sobre el hombre. En este orden de ideas, el presente estudio se propone abordar la cuestión comunicativa des- de una propuesta fi losófi co-política denominada humanismo cívico, cuyos fundamentos metafísi- cos, antropológicos y éticos constituyen el en- tramado teórico que reclama toda teoría de la comunicación que aspire a devolver al queha- cer comunicativo su impronta esencial, esto es, la de una praxis del hombre y para el hombre. Es decir, un modo de ejercer la comunicación que sea capaz de contribuir a la plenitud existencial de las personas. ¿Qué es el humanismo cívico? El humanismo cívico es un modelo sociopolítico propuesto por el fi lósofo español Alejandro Lla- no. El núcleo de este humanismo, de origen aris- totélico, es el restablecimiento “de la radicación humana de la política y los parámetros éticos de la sociedad” (Llano, 1999, p. 12). En sintonía con los mejores representantes del pensamiento político del humanismo clásico, considera que la persona es el principio y fi n de la vida polí- tica. Es decir, frente a un panorama cultural en el que la dignidad de la persona aparece ofus- cada, entre otros modos, por la negación tácita del ejercicio de la libertad política de parte de la tecnocracia, el humanismo cívico reivindica que la política recibe del ser humano su fundamento y su signifi cado defi nitivo. La tensión fáctica entre las iniciativas auténti- camente democráticas y el modo de proceder tecnocrático ha quedado ampliamente detalla- da por el profesor Llano en su libro La nueva sensibilidad (1988). Allí, a la par que denuncia de modo nítido la grieta creciente que se ha crea- do entre sistema y mundo de la vida, anticipa el emerger de una nueva sensibilidad, es decir, de un modo de pensar más humano que se nutre de unos principios antropológicos y éticos tales como el pensar analógico, la actitud de cuidado (epimeleia) hacia la persona y hacia el entorno natural, y un ethos social del respeto, la empatía y la solidaridad (Llano, 1988). En 1999 el profesor de Navarra publica Huma- nismo cívico, el libro con cuyo título nomina su propuesta, heredada decantación de toda una tradición humanista y de diversas conceptualiza- ciones políticas contemporáneas. El humanismo cívico se puede considerar la proyección socio- política del “nuevo modo de pensar” (Llano, 1988, p. 244), propio de la nueva sensibilidad. La meta fundamental de este nuevo modo de pensar y de actuar políticamente (Llano, 1999) consiste en hacer explícito que los protagonistas originarios de la vida política son los hombres y las mujeres que habitan este mundo. Seres hu- manos dotados de inteligencia y libertad; aptos, El humanismo cívico es un modelo sociopolítico propuesto por el fi lósofo español Alejandro Llano. El núcleo de este humanismo, de origen aristotélico, es el restablecimiento “de la radicación humana de la política y los parámetros éticos de la sociedad”. 181 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo por tanto, para conocer la verdad acerca tanto de las cuestiones públicas como de las privadas, y de tomar decisiones oportunas, que estén ra- dicalmente orientadas a la plenitud de todos y de cada uno de los ciudadanos. Conviene remarcar la fi liación fi losófi co-política del humanismo cívico, especialmente si se tiene en cuenta con Llano (1999) que precisamente “la exclusión de la fi losofía política es uno de los factores que más ha infl uido en la deshumani- zación de la teoría y de la praxis política” (p. 69). Porque, de hecho, la refl exión política moderna y contemporánea se ha caracterizado, en gene- ral, por dejar a un lado el análisis fi losófi co de la realidad socio-política. Dicha tendencia do- minante se encuentra claramente cristalizada en el liberalismo igualitario de Rawls, quien en sus dos obras, Teoría de la Justicia (1995) y Liberalismo Político (2003), pretende sistemáticamente ex- cluir de la cuestión política y de la democracia a las teorías comprensivas (Rawls, 2003). En efecto, Rawls es uno de los más destacados representan- tes del denominado antiperfeccionismo. Conviene tener presente que, frente a los perfeccionistas, en- tre los que se encontrarían Aristóteles, Tomás de Aquino y, sin duda, Alejandro Llano, (…) los antiperfeccionistas, suelen caracteri- zarse por defender una neutralidad moral del Estado para que los individuos puedan per- seguir su propia concepción del bien sin nin- guna interferencia estatal (ni tampoco social). Para estos, el gobierno no puede interferir en la libertad de los individuos invocando que al- gunas actividades son más valiosas que otras. Según el liberalismo clásico, la fi nalidad última del Estado en referencia al bien social se debe limitar a evitar las interferencias injustas de los ciudadanos. En cambio, el liberalismo igualita- rio contemporáneo se dirige a que cada indivi- duo disponga equitativamente de los mismos medios para poder perseguir su propia concep- ción del bien (Sánchez Garrido, 2005, p. 36). Por el contrario, en tanto que fi losofía política, el humanismo cívico asume que el análisis de los fenómenos sociales implica juicios de valor porque reconoce como punto de partida que las acciones sociales son constitutivamente éticas o capaces de ser sometidas siempre a una pon- deración de tipo moral. La fi losofía política, en efecto, se caracteriza por ser una disciplina que plantea como cuestiones centrales la pregun- ta por la esencia de lo político y la legitimidad del poder. Esto equivale a afi rmar que la fi losofía política, al ser fi losofía práctica, supone un fi n o deber ser de las acciones sociales que se traduce en términos de justicia y servicio al bien común (Iri- zar, 2007, pp. 39-40). De manera que el análisis de todos los fenómenos sociales, tales como la comu- nicación social, implica juicios de valor en gene- ral, y juicios de valor morales, específi camente. Sin embargo, el método empleado para abordar la realidad política hasta ahora preponderante, ha sido y sigue siendo el método avalorativo de las ciencias exactas –puramente descriptivo y acrítico–, positivista. Este positivismo social es, en buena medida, responsable de la quiebra entre ética y política, de la negación de un deber ser intrínseco a las acciones sociales. Se comprende así por qué cabe atribuir a este giro epistemoló- gico, o paso del análisis fi losófi co al puramente científi co, la deshumanización de la vida social. En efecto, la visión materialista y pragmática de los fenómenos sociales, propia del cientifi cismo social, ha llevado a retirar de la refl exión y de la praxis política aquellas categorías estrictamen- te humanas y humanizantes. Entre éstas cabe destacar las nociones de virtud cívica, de vida buena, de bien común, así como la concepción que reconoce la naturaleza ética de las acciones sociales y del ejercicio del poder. La refl exión política moderna y contemporánea se ha caracterizado, en general, por dejar a un lado el análisis fi losófi co de la realidad socio-política. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 182 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza Sintetizando lo dicho hasta aquí, el humanismo cívico es: la actitud que fomenta la responsabilidad y la participación de las personas y comunidades ciudadanas en la orientación y desarrollo de la vida política. Temple que equivale a potenciar las virtudes sociales como referente radical de todo incremento cualitativo de la dinámica pú- blica (Llano, 1999, p. 15). Esta defi nición permite identifi car los tres pila- res conceptuales y, a la vez, operativos del hu- manismo cívico, pues, por pertenecer al campo de la fi losofía práctica, no es una propuesta abs- tracta, sino factible. Esos tres pilares son: 1. La promoción del protagonismo de los ciu- dadanos como agentes responsables de la confi guración política de la sociedad. 2. La relevancia que concede a los diferentes tipos de comunidades. 3. El valor que confi ere a la esfera pública como lugar privilegiado para el despliegue de las libertades sociales. Partiendo de estos componentes resulta claro que “... la democracia constituye actualmente el único régimen político en el que es posible llevar a la práctica el humanismo cívico” (Llano, 1999, p. 7). Porque lo humano que este humanismo po- lítico se propone rescatar depende, en gran par- te, de “una regeneración de la democracia liberal en un sentido humanista con moderado acento republicano” (Llano, 1999, p. 7). Ciertamente, la democracia –es decir, el régimen político de jus- ticia y libertades basado en la división de pode- res, el sufragio universal y los derechos huma- nos– cuando es auténtica se erige sobre un justo orden jurídico. Éste depende, en esencia, de su radicación en la plena verdad sobre el hombre y sus derechos fundamentales, entre los que se destaca la posibilidad de alcanzar una vida bue- na (Aristóteles, 1981). Vida lograda (Spaemann, 2007) impensable fuera de la comunidad política, y sin el pleno despliegue de la libertad social. Las raíces históricas y nudos conceptuales del humanismo cívico En principio, el humanismo cívico puede incluir- se en una plural corriente de pensamiento cuya raíz es el aristotelismo y que, de modo más am- plio, admite ser identifi cada con el humanismo clásico en su vertiente política. De acuerdo con el análisis de I. Honohan (2002), en el resurgimiento actual de la tradición de pen- samiento republicano –también denominado giro republicano– es posible reconocer una serie de elementos identifi cables con una tradición que registra raíces griegas y romanas, y que se cristalizó en la Baja Edad Media. Las piezas conceptuales sobre las que se fundamenta el republicanismo clásico son: el reconocimiento de la capacidad de autogobernarse que los ciu- dadanos poseen; el régimen de gobierno mixto, o el poder compartido por todos los grupos y las categorías de ciudadanos; y la necesidad del cultivo de las virtudes cívicas por parte de los ciudadanos o compromiso activo con el bien co- mún (Irizar, 2007, p. 46). De ahí que la república represente una auténtica comunidad ética en la que los ciudadanos se encuentran unidos por la amistad cívica (Aristóteles, 1981; 1993) antes que por acuerdos o pactos. El humanismo cívico asume que el análisis de los fenómenos sociales implica juicios de valor porque reconoce como punto de partida que las acciones sociales son constitutivamente éticas o capaces de ser sometidas siempre a una ponderación de tipo moral. 183 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo Pero la propia expresión “humanismo cívico” quedará consagrada en el discurso político a partir del siglo XIV, cuando la vida política pase a ser revaluada en las ciudades-Estado del norte y centro de Italia, básicamente Florencia y Venecia. Puede decirse que la tradición cívi- ca republicana descansa, en general, sobre la convicción fundamental de que “la política es el dominio donde podemos reconocernos como participantes en una comunidad política, orga- nizada en torno a la idea de bien común com- partido” (González Ibáñez, 2005, p. 50). De estas ideas básicas acerca del régimen republicano participarán también Maquiavelo, Rousseau y Benjamín Constant, entre otros. Las tres recepciones más relevantes de la tradición cívica republicana en la actualidad son: la Escuela de Cambridge, la comunitarista, y el humanismo cí- vico de signo metafísico (Irizar, 2007, p. 48). Los fi lósofos denominados comunitaristas como Ch. Taylor, M. Walter y M. Sandel, reivindican el papel de las comunidades entre el Estado y el individuo. La Escuela de Cambridge, a la que per- tenecen, entre otros, J. G. A. Pocock, Q. Skinner, Ph. Pe it, recurre como punto de partida a la época republicana en Roma y a los planteamien- tos del humanismo renacentista fl orentino –de modo particular al Maquiavelo de los Discorsi–, y a través de ellos a Aristóteles. Estos últimos pensadores también prestan particular atención a los aportes de J. J. Rousseau (González Ibáñez, 2005). Finalmente, se encuentra el humanismo cívico de signo metafísico, al que pertenecen Ale- jandro Llano y, en buena medida, A. MacIntyre. Sin embargo, dentro de esta vertiente, el prime- ro de ellos representa el autor que ha expuesto de modo más sistemático, y sobre claras bases metafísicas, antropológicas y éticas su propio discurso cívico. El profesor Llano (1999) recoge algunos aportes sobre el tema hechos por Pocock y atiende, por tanto, a las refl exiones de los mayores represen- tantes del pensamiento político del Renacimiento fl orentino. No obstante, su referencia a Aristóte- les es mucho más explícita y constante. Ade- más, su apelación directa al estagirita permite articular, sin forzar los textos, sus propias argu- mentaciones con la fi losofía política de Tomás de Aquino. Precisamente su alusión constante a la metafísica de la que reciben infl uencia también la antropología y la ética del humanismo cívico, constituye uno de los rasgos doctrinales defi ni- tivos que permiten hablar del humanismo cívico de Alejandro Llano como un modelo sociopolíti- co innovador y operativamente prometedor; una propuesta de teoría y praxis política muy poco analizada hasta el momento, y que merece ser considerada con mayor atención. Por otro lado, es necesario admitir que el huma- nismo cívico comparte con la corriente denomina- da comunitarismo su crítica al avasallamiento del tecnosistema y reivindica, al igual que aquél, el valor y la relevancia de lo comunitario. Con todo, no se puede seguir a los autores comuni- taristas en otros de sus planteamientos, como por ejemplo, en “la pretensión de aportar un sentido comunal y humanamente abarcable al propio aparato administrativo del Estado-na- ción: tarea indeseable, a fuer de contradictoria” (Llano, 1999, p. 192). Según afi rma Cruz Prados (1999), la propuesta comunitarista “consistiría en mantener el Estado liberal como una gran unión de muchas comunidades. El Estado se- ría un instrumento político al servicio de esas comunidades y de sus valores comunitarios” (p. 56). En este sentido, el comunitarismo no se La democracia –es decir, el régimen político de justicia y libertades basado en la división de poderes, el sufragio universal y los derechos humanos– cuando es auténtica se erige sobre un justo orden jurídico. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 184 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza habría alejado tanto del liberalismo como apa- rentaría en un principio, antes bien, este últi- mo punto parece emparentarlo bastante con la propuesta de Rawls (2003) quien afi rma que el fi n del liberalismo político es establecer ins- tituciones políticas que sirvan de marco neutral, instrumento y garante para la convivencia pacífi - ca de las doctrinas comprensivas razonables. Se trata de un error categorial cuyo origen se articula con otra carencia del comunitarismo frente al huma- nismo cívico. El comunitarismo, en efecto, no otorga sufi ciente relevancia, como en cambio sí lo hace el humanismo cívico, al hecho de que el hombre es constitutivamente un animal social o político (Aristóteles, 1981). Esta nota esencial del ser humano determina que no pueda conseguir la plenitud de su ser si no es gracias a la parti- cipación activa en la polis o comunidad política, infl uyendo tanto en la comunidad cultural como en el aparato administrativo, y buscando siempre valores superiores al representado por la simple convivencia pacífi ca, pues ésta es condición nece- saria, mas no sufi ciente, del bien común. Caber remarcar una vez más que el núcleo vi- tal de este modo de participación y convivencia ciudadana lo constituye el reconocimiento efec- tivo de la dignidad de la persona. Una manifesta- ción fundamental de dicho reconocimiento radi- ca, precisamente, en asumir que todo hombre y toda mujer poseen, en principio, capacidad para intervenir de manera activa y responsable en la dirección de la res publica. En correspondencia con esto, la antropología del humanismo cívico parte de un concepto de libertad entendida, no como autonomía absoluta, sino como capacidad de orientar la propia vida hacia su plena realiza- ción y de conectarla efi cazmente con otras liber- tades para la realización de empresas comunes (Llano, 1985). Se aparta así de la actualmente imperante comprensión relativista e individua- lista de la libertad (Irizar, 2007). De ahí también que el otro nudo conceptual clave de esta propuesta lo constituya la noción de una nueva ciudadanía. Para el humanismo cívico ser ciudadano constituye una dimensión esencial del ser humano asumiendo que no es posible reali- zar la propia plenitud existencial sin un activo y comprometido vivir político, en contraposición a la concepción de ciudadanía –sociedad civil– como el hombre autónomo, dotado de derechos civiles que lo protegen del poder político y lo legitiman para intervenir formalmente en la vida social (Inciarte, 2001). Se trata de un concepto de ciudadanía que en su aplicación histórica real re- legó al ciudadano al ámbito de su vida privada, a su pequeño círculo de problemas personales y elecciones intrascendentes, delegando, en tanto, la actividad pública a un grupo de burócratas, es decir, a profesionales de la política (Llano, 1999) o “detentores del monopolio de la interpretación pública” (Spaemann, 2004b, p. 17). A modo de resumen de lo dicho hasta aquí, se puede afi rmar que el humanismo cívico supo- ne dejar a un lado la visión empirista, pragma- tista y técnica de la política para recuperar “un enfoque netamente antropológico, en el que se pondere el valor de la verdad como perfección del hombre” (Llano, 2004, p. 60). El auténtico concepto de ciudadanía implica establecer un consistente lazo moral con los demás ciudada- nos, que esté orientado y fortalecido gracias a la búsqueda de metas comunes o bien común (Llano, 1999). Pero el contundente protagonismo ciudadano que el humanismo cívico defi ende, exige indi- viduos intelectual y éticamente formados. Sólo desde esta auténtica educación cívica, que es El humanismo cívico comparte con la corriente denominada comunitarismo su crítica al avasallamiento del tecnosistema y reivindica, al igual que aquél, el valor y la relevancia de lo comunitario. 185 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo primordialmente educación en la virtud (Aristó- teles, 1993; Llano, 2003), se pueden alcanzar las dos metas fundamentales de la vida política: la vida buena y el bien común. Son éstos, objetivos que el humanismo cívico reclama y promueve operativamente postulando el recurso a una auténtica formación ciudadana (Llano, 2002), es decir, una tarea de educación profunda. En este empeño aparecen como absolutamente relevan- tes: la necesidad de restablecer culturalmente el valor de la verdad; la urgencia de devolver a la familia su índole insustituible de primera comu- nidad humanizadora, educativa y civilizadora (Llano, 2001), así como el reto impostergable de la formación humanística de la ciudadanía (Lla- no, 1999; 2002). En este punto es posible advertir ya el papel crucial que los medios pueden cum- plir en el humanismo cívico El sentido de la comunicación: de la pragmática a la antropología Como punto de partida es necesario comenzar con una refl exión que esboce un fundamento antropológico común que permita articular co- herentemente el fenómeno de la comunicación social con la propuesta del humanismo cívico en el plano sociopolítico. Porque, tal como ha advertido A. Llano (1986), desde la antropolo- gía se pueden recoger y armonizar jerárquica- mente la refl exión, la adecuación con lo real, y la objetividad. Sin duda, la comunicación es una actividad vi- tal cuya comprensión abarca múltiples, exten- sas y profundas consideraciones que no cabe aquí tratar. Sin embargo, cabe al menos resaltar que el diálogo, en tanto que dimensión racio- nal esencial de la comunicación humana, es el punto de quiebre de las diferencias teóricas más signifi cativas en el plano fi losófi co acerca de la comunicación. El diálogo es la comunicación hu- mana consciente, excluyendo otras formas de co- municación tales como la comunicación metafísica y la comunicación humana inconsciente (Redondo, 1999) que merecen ser analizadas profunda- mente. Con todo, cabe resaltar que el diálogo, en tanto que dimensión racional esencial de la comunicación humana, es el punto de quiebre de las diferencias teóricas más signifi cativas en el plano fi losófi co acerca de la comunicación por- que, como afi rma Vicente Arregui (1986), la falibi- lidad de la comunicación se encuentra en el plano de las conciencias fi nitas, es decir, humanas. Actualmente pueden identifi carse cuatro visio- nes generales sobre la naturaleza del diálogo y, por tanto, de la comunicación, que aquí se no- minarán como: la visión relativista, la logocrática, la racionalista y la realista. La visión relativista está latente en muy diversos planteamientos fi losófi cos y lingüísticos, cuya formalización más representativa está dada por el denominado pensamiento débil (Llano, 1988). El relativismo en la comunicación es la versión moderna del clásico escepticismo sofi sta, donde se considera que el diálogo humano no puede alcanzar de ninguna manera la anhelada ver- dad, por lo que la comunicación se reduce a sus El humanismo cívico supone dejar a un lado la visión empirista, pragmatista y técnica de la política para recuperar “un enfoque netamente antropológico, en el que se pondere el valor de la verdad como perfección del hombre”. El diálogo es la comunicación humana consciente, excluyendo otras formas de comunicación tales como la comunicación metafísica y la comunicación humana inconsciente que merecen ser analizadas profundamente. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 186 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza intereses y consecuencias pragmáticas, a los actos de habla, a la voluntad de poder de los interlocuto- res, y a todo aquello que en la comunicación ro- dea al diálogo, sin ser el diálogo mismo. Resulta claro que esta concepción sofística del diálogo, encaminada principalmente a lograr la persua- sión, termina limitándose a proporcionar herra- mientas al servicio del poder, reproduciendo, así, el modelo sofi sta del discurso propio de la antigüedad ateniense (Redondo, 1999). La visión logocrática, como denomina Steiner (2007) a aquella concepción del lenguaje que hace de él el fundamento de la restante realidad o del ser mismo, se constituye teóricamente como prometedora, pero en su aplicación real se tradu- ce en la imposición de los más fuertes sobre los más débiles, o en este caso, de los más locuaces. La visión racionalista formaliza sutilmente el diá- logo, conceptualizando y ordenando los supues- tos del mismo, depurándolo conceptualmente mediante una fi cción útil a la argumentación formal, analizándolo como proceso, pero olvi- dando su característica más relevante, estricta- mente humana: la referencialidad trascendente. De forma tal que, en dicha visión, la semántica se reduce a una semántica del estado afectivo, los prejuicios personales y las modas intelectua- les sociales, siempre y cuando cuente también con el aval de la coherencia y la verosimilitud formales las que, a su vez, se convierten en con- diciones sufi cientes para construir la verdad (Llano, 1986). Dichas comprensiones del diálogo y la comuni- cación suelen presentarse interrelacionadas, con- fundidas e indiferenciadas, al converger en un punto común de omisión: la omisión de lo que se puede denominar una semántica de la referencia- lidad trascendente. Porque lo que se ha olvida- do en el diálogo es, precisamente, su evidente fi nalidad: la verdad (Casado, 1986). Y es que el diálogo sólo tiene sentido en la verdad: “La verdad es aquello que comparten (y buscan) los que hablan. No tiene sustitutivo útil” (Yepes Stork, 1996, p. 68). La verdad es el fundamento y, por tanto, el sen- tido más profundo de la comunicación. Una ver- dad que nosotros sólo descubrimos, y de ningún modo hacemos (Llano, 1986). Ésta es la posición gnoseológica tanto del sentido común como de la más elaborada tradición fi losófi ca (Tomás de Aquino, 2001). Pues bien, a este reconocimiento de la verdad es a lo que Llano (1986) denomina la visión realista de la comunicación y del diálo- go. Por supuesto que al admitir la aceptación de la verdad como postulado básico de toda autén- tica comunicación humana se es consciente del carácter inacabado e inacabable, mejor aún, in- abarcable de la verdad, así como de su carácter histórico, y de su multidimensionalidad, pues, ya lo decía Aristóteles, “ente se dice de muchas maneras” (Aristóteles, 1994). De ahí la impor- tancia que el humanismo cívico reconoce al diá- logo como instrumento adecuado para abordar la verdad desde los muchos aspectos que ella encierra, y que nunca se revelan todos juntos a únicamente una persona o un grupo, pudiendo arribar, así, a consensos racionales, no mera- mente fácticos (Llano, 1999). Preguntarse por el signifi cado o sentido de la co- municación se resume, a su vez, en las preguntas: ¿qué se debe comunicar?, ¿para qué comunicarse? En este punto la cuestión gnoseología trasciende al plano antropológico. Si lo que se busca con el diálogo constante y la comunicación permanen- te es esencialmente la verdad, entonces signifi ca La verdad es el fundamento y, por tanto, el sentido más profundo de la comunicación. Una verdad que nosotros sólo descubrimos, y de ningún modo hacemos 187 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo que las personas necesitan la verdad, tienden a ella. Porque no la poseen, la buscan. Al buscar- la no les basta con observar al mundo, refl exio- narlo y teorizarlo, deben, además, compartir su refl exión y teorías con las de sus semejantes, las cuales suelen resultar igual o más enriquecedo- ras (Redondo, 1999). En tanto dichas personas reales siempre están condicionadas por un mo- mento histórico y un contexto cultural, el diálogo que entablan con sus semejantes, y más especial- mente con sus mayores y con sus instituciones, es un diálogo que recibe una visión de mundo decantada por el trabajo de búsqueda de muchas generaciones precedentes o tradición (MacIn- tyre, 1992). Lo afi rmado supone una concepción no positivista ni pragmatista de la comunicación, sino profundamente antropológica. Se advierte así cómo la condición de posibilidad gnoseológica de la verdad reviste una dimen- sión dialógica debido a la necesidad antropo- lógica del otro en la búsqueda y el hallazgo de la verdad (MacIntyre, 2001). Bajo este aspecto, el diálogo se convierte en el acto enriquecedor de servir y ser servido, es decir, en un valor hu- mano cargado de toda la dramática propia de la realidad humana, de toda la riqueza existencial. Así lo entiende Jaspers (Uña, 1984), para quien no es de ninguna manera legítimo despojar al diálogo de los caracteres propios de la existencia empírica, superfi cial, despersonalizada, sumida en posiciones sociales de poder, ni mucho me- nos sumirlo en ella. Son los dos extremos que adoptan los racionalistas y los relativistas, res- pectivamente. Jaspers entendía que la existen- cia empírica era la que daba paso a la necesidad de una comunicación más profunda, como un proyecto de comunicar mi subjetividad con otra subjetividad, sin objetivaciones que reduzcan la libertad de alguno de los dialogantes. La liber- tad y la verdad puras, así como la mundanidad pura, son en la existencia humana, utopemas (Uña, 1984). Mantener la virtud del término medio en la praxis dialógica implica, por un lado, no perder de vista la teleología veritativa del diálogo (Spae- mann, 1980), ni su carácter semántico referencial trascendente. Por otro, supone ser consciente de la importancia de los factores persuasivos y, al mismo tiempo, de los límites y las realidades fácticas de los dialogantes y de los medios del diálogo mismo para, desde allí, ir en busca de la verdad y de la comunicación profunda. Desde la perspectiva realista, la persuasión debe ser el resultado de la crítica realista aplicada a la ho- nesta búsqueda de la verdad, y no el fi n del diá- logo. Es lo que esencialmente debe diferenciar a la mera publicidad de la comunicación social rigurosa. La krinein (crítica) es discernimiento, un poner las cosas en su sitio, saber a qué ate- nerse, por contraposición a la crítica implacable del criticismo que sólo busca deconstruir y des- truir los discursos. Otra consideración realista importantísima del diálogo es la contextualización de las ideas. Esto se ve claramente evidenciado en el lenguaje, pues “Las palabras aisladas, sin determinación contextual, no pueden mentir” (Casado, 1986, p. 103). Es decir, es en los juicios, en los discur- sos, en donde los conceptos reciben signifi ca- ción plena. Todo concepto tiene su contexto, y son el contexto y el juicio, y no el concepto y la palabra, los que principalmente se adecuan, o no, a la realidad. Al admitir la aceptación de la verdad como postulado básico de toda auténtica comunicación humana se es consciente del carácter inacabado e inacabable, mejor aún, inabarcable de la verdad, así como de su carácter histórico, y de su multidimensionalidad, pues, ya lo decía Aristóteles, “ente se dice de muchas maneras”. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 188 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza Jaspers entiende que “La existencia es historici- dad y libertad” (Uña, 1984, p. 134), lo cual sig- nifi ca que la imbricación de los dos elementos es esencial al diálogo, y la eliminación de cual- quiera de ellos sería nefasta. “La historia, que es camino hacia la libertad, es el lugar de la mani- festación de las existencias y el escenario de las situaciones comunicativas” (p. 227). La libertad, apertura existencial que involucra conocimien- to, albedrío y norma, y que en ninguno de estos elementos se agota, es el proyecto que se debe seguir individual y colectivamente, es una ac- titud de amor al mundo, no una conquista for- mal. Esta idea de libertad supera con mucho los reduccionismos que la hacen incompatible con la sociedad –individualismos–, o que la sub- sumen en ella –socialismos–. Las libertades se conciertan bajo las ideas, sin agotarse por ello, ni ideas, ni libertades: (…) una idea que es conexión de sentido po- sibilita a los comunicantes a reconocerse como participantes de un sentido pleno, que no lo po- see aquél que no pertenece a esta “comunidad de ideas”. La totalidad espiritual, pues, es una idea que crea conexión de sentido a los múlti- ples fi nes defi nitivos de mi acción, delimita y perfi la el inacabamiento de la conciencia en ge- neral y aúna la dispersión de lo posible y de lo experimentable (Uña, 1984, p. 64). No se agotan ni libertades ni ideas, porque “Lo específi co de la comunicación es precisamente esto: dar sin empobrecerse” (Redondo, 1999, p. 178). Dar, donar, participar son todas acciones perfectivas que abren mi ser al ser de los demás, expresiones máximas de libertad, que son con- sustanciales a la comunicación: Porque la comunicación, como donación o transmisión de algo, supone justamente la “puesta en contacto”, la “conexión” previa en- tre el que da o comunica y el que recibe o parti- cipa. Sin esta condición, la comunicación sería radicalmente imposible. Es precisamente este lazo el que hace posible toda comunicación. Es más, la idea de “comunidad”, que el análisis etimológico nos descubrió como subyacente al concepto de comunicación, se traduce en este tercer elemento que, por ser común a los tér- minos que entran en comunicación, los une, haciendo posible la comunicación misma (Re- dondo, 1999, p. 176). De esta manera, la comunicación y el diálogo unen a las personas al aumentar los ámbitos de acción conjunta. Bajo este punto de vista, la comunicación representa un factor de cohesión social, en la medida en que se revela como un instrumento imprescindible para superar la ig- norancia, la cual no puede superarse sino por el diálogo racional que transmite conceptos: La trascendencia de esta comunicación por me- dio de signos se revela en dos limitaciones de la naturaleza humana que dicha comunicación viene a suplir. Ambas proceden de la misma constitución esencial del intelecto, al cual pue- de estarle vedado el conocimiento de algo, en sí cognoscible, por dos motivos fundamentales, que señala santo Tomás: uno, por la ausencia –en el espacio, en el tiempo o en ambos– del ob- jeto cognoscible. Es el caso de los hechos preté- ritos, o de aquellos otros que escapan a nuestra sensibilidad por su lejanía en el espacio. Otro, por defecto de la misma potencia intelectiva, que, teniendo presente el objeto inteligible, no puede tener acceso a él por su propia debilidad (Redondo, 1999, pp. 127-128). “La historia, que es camino hacia la libertad, es el lugar de la manifestación de las existencias y el escenario de las situaciones comunicativas”. La libertad, apertura existencial que involucra conocimiento, albedrío y norma, y que en ninguno de estos elementos se agota, es el proyecto que se debe seguir individual y colectivamente, es una actitud de amor al mundo, no una conquista formal. 189 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo Tener claro el carácter netamente antropológico del diálogo permite acceder, así, a la dimensión social del mismo, una vez que se dejan a un lado las fi cciones racionalistas que prescinden de la índole axiológica, histórica y ontológicamente falible y dependiente del dialogar. Tener clara la trascendentalidad semántica del dialogar, vuel- ve factible la dimensión social del mismo sin caer en relativismos que le hagan perder su sentido. La comunicación en su aspecto social, que en este contexto equivale a masivo, presenta ele- mentos procedentes del ámbito relacional de la realidad humana. Bajo esta condición, el diá- logo se vuelve complejo y en la comunicación surgen realidades como la opinión pública, los medios, las instituciones involucradas, y el alcance específi camente político de la comunicación social. Este nivel social de la comunicación presenta perspectivas teóricas dominantes como sucede con el diálogo. Así lo percibe Yarce (1986), quien afi rma que “El predominio de la descripción so- ciológica de los medios y su análisis funciona- lista sobre el carácter humano de la mediación comunicativa, conduce a la desfi guración aca- démica, científi ca y operativa de la información y del entero proceso de la comunicación social” (pp. 29-30). En cambio, si se restablece la índole antropológica, no sólo se salvan las paradojas del diálogo individual, sino que se sientan las bases para rescatar el diálogo en su dimensión social, porque “Conocimiento y amor son las dos acciones inmanentes perfectivas fundamentales del hombre y constituyen también los dos ór- denes básicos de la comunicación” (Redondo, 1999, p. 199). La verdad, la educación y la ética en la comunicación social Si la verdad es el fi n del diálogo y de la comu- nicación, y es, en efecto, alcanzable por el ser humano, debe existir un modo de comunicar- se gracias al cual se tienda más a la verdad que a la mentira. Dicho modo no resulta tanto ser técnico, como fundamentalmente ético. Y es éti- co porque implica el propósito de acercarse a la verdad y alejarse de la mentira, lo cual es un compromiso personal, una decisión valorativa, una determinación ética. La sola técnica, en sí misma, puede servir tanto a la verdad como a la mentira. Ninguna técnica, ni ningún método garantizan por sí mismos la verdad, en tanto que para acercarse a ésta y al bien dependen del presupuesto ético que les sirve de base y del que no pueden prescindir, sino explícita, al menos implícitamente (MacIntyre, 1992). De ahí que la dimensión ética de la comunica- ción social deba traducirse en términos de un incondicional compromiso con la verdad. Por- que los medios cobran plena signifi cación sólo a partir de su misión pedagógica fundamental de “atestiguar la verdad sobre la vida, sobre la dignidad humana, sobre el verdadero sentido de nuestra libertad y mutua interdependencia” (Juan Pablo II, 1999, n. 2). Para revestirse de la impronta pedagógica que debe caracterizarla, la comunicación ha de es- tar condicionada tanto por la intencionalidad de quienes la administran como por el carácter limitado y perfectible de todo producto huma- no. Tal como ha señalado Redondo (1999), “En cuanto a los medios, las limitaciones pueden sur- gir por la ausencia de los mismos, por su insu- fi ciencia o por su desproporción, es decir, por no ser adecuados al tipo de relación que se trata de establecer” (p. 238). Se comprende, entonces, Si la verdad es el fi n del diálogo y de la comunicación, y es, en efecto, alcanzable por el ser humano, debe existir un modo de comunicarse gracias al cual se tienda más a la verdad que a la mentira. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 190 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza que al ser una herramienta, y una herramienta li- mitada, los medios de comunicación social tienen su teleología fuera de sí, y deben ser usados con prudencia. En tanto que medios, su fi nalidad está en la comunicación, como comunicación su fi na- lidad está en la verdad, y como sociales su fi nali- dad está en la justicia que es la verdad de lo que le corresponde a cada quien en la sociedad, y a cada conglomerado social. Por esta razón, el humanismo cívico considera que una administración sabia de los medios de comunicación social constituye un potente alia- do en la tarea de imprimir un estilo humanista a la convivencia ciudadana, pues, partiendo del principio de que “la tekhne se mueve en el nivel de los medios, mientras que el ethos permea la vida humana desde el ‘reino de los fi nes’” (Lla- no, 1988, p. 185), la ambigua potencialidad ética propia de los actuales medios puede muy bien utilizarse a favor de la construcción de una ver- dadera democracia. Pero, ciertamente, un uso sabio de tales recursos supone tanto comunicadores como receptores sabios. Es decir, comunicadores equipados con una sólida formación humana y un peso ético inquebrantable frente a las presiones de la tec- noestructura. Así mismo, deben ser receptores equipados con una sólida formación intelectual que les permita ser críticos prudentes frente a los parámetros relativistas y pragmatistas impe- rantes, incidiendo de manera positiva y efi caz en los derroteros de la vida política. Porque, según ha advertido Habermas, “El ser humano, como sujeto activo del proceso histórico, lleva consigo la capacidad virtual de incidir en él; sin embar- go, no cabe esperar ninguna acción emancipa- dora desde la pérdida de sí mismo” (Boladeras, 1996, p. 20). Desde esta perspectiva, tanto comunicadores como receptores, a la hora de hacer uso de las po- derosas herramientas mediáticas, deben afrontar honradamente la cuestión más esencial que plan- tea el progreso tecnológico en general. Deben plantearse con sinceridad si, gracias a él, la per- sona humana realmente se perfecciona porque “La fi nalidad última de los mensajes informati- vos no puede ser otra que el servicio al hombre, considerado tanto en su dimensión personal como social” (Soria y Giner, 1985, p. 82). Exis- ten, por consiguiente, ámbitos cruciales en los que los medios pueden incidir favorablemente con miras a la construcción de un humanismo ciudadano. Con relación a la promoción de la dignidad humana en todos sus aspectos, la comunicación mediáti- ca, inspirada en el criterio de respeto a la digni- dad de la persona, posee los instrumentos más efi caces para restablecer la centralidad del ser humano y su promoción auténtica en las diver- sas esferas de la cultura y de la política. Desde los espacios informativos hasta los programas de mero entretenimiento, pueden realizar en este sentido una labor educativa insustituible: • Presentando una visión adecuada del ser hu- mano, quien merece absoluto respeto des- de la concepción hasta la muerte: “Si la dignidad del hombre no fuera prepositiva, carecería de sentido hablar de derechos hu- manos” (Llano, 1988, p. 189). Esforzándo- se por mostrar esa exigencia de cuidadosa atención que se extiende a todas las etapas de la vida humana tanto las de plenitud como, e incluso más, las de decadencia fí- sica o espiritual. “El ser humano, como sujeto activo del proceso histórico, lleva consigo la capacidad virtual de incidir en él; sin embargo, no cabe esperar ninguna acción emancipadora desde la pérdida de sí mismo”. 191 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo • En torno al matrimonio y la familia: “Con la irrupción de la llamada ‘civilización de la imagen’, las personas y las instituciones se entregan complacientes al exhibicionismo renunciando con relativa facilidad a deter- minados ámbitos de su intimidad otrora protegidos celosamente” (Blázquez, 1994, p. 9). Frente a ello, el comunicador debe an- teponer “el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen de las personas” (Fra- guas, 1988, p. 255). Es más, debe realzar el valor profundamente humano del amor, y de los actos de amor: la fi delidad, el perdón, la entrega, ayuda, cuidado, diálogo, ense- ñanza, honor, benefi cio, respeto, creación y contemplación, que desde la familia deben irradiar a las instituciones, y a la sociedad, estimulando la amistad social (Yepes Stork, 2003), o amistad cívica. • Ante al avasallamiento del mercado: los co- municadores deben desalentar, en lugar de estimular, una visión economicista del hombre (Ballesteros, 2000) que impone los cánones de la avaricia y la codicia como pautas tácitamente aceptadas de compor- tamiento. • Frente al avance implacable del Estado: la re- lación entre el periodismo y la política es vital. De hecho, el periodismo es una pro- fesión política por excelencia (Conejeros, 2000) puesto que, (…) la información tiene una función social importante ya que, determinando su calidad, su efi cacia y su viabilidad, adjudica y exige de los que la ejercen una responsabilidad funda- mental de carácter social, dirigiéndose hacia el conjunto de la sociedad ya sea la nación o los múltiples colectivos imbricados en ella (Fra- guas, 1988, p. 251). Es decir, compete al comunicador denunciar la corrupción, la injusticia y la incompetencia, al tiempo que resaltar la competencia, el espíritu cívico y el cumplimiento del deber. • Finalmente, hay que destacar la aportación imprescindible de los medios en la cons- trucción de una cultura de la reconciliación y de la paz que sustituya la razón estratégica del nosotros contra el ellos (Mockus, 2006), propia de la mentalidad imperante, y la re- emplace con una nueva sensibilidad atenta a “formas de vida más humanas, donde la paz sea la consecuencia de una lucha por la justicia” (Soria y Giner, 1985, p. 84). Sin duda, la paz exige una pedagogía de la jus- ticia como actitud preliminar: Frente a graves injusticias, no basta que los co- municadores digan simplemente que su trabajo consiste en referir las cosas tal como son. Eso es indudablemente su tarea. Pero algunos casos de sufrimiento humano son en gran parte ignora- dos por los medios de comunicación, mientras informan acerca de otros; y en la medida en que esto refl eja una decisión de los comunicadores, también refl eja una selectividad inadmisible (CPCS, 2000, n. 14). Un modo muy concreto de contribuir a la convi- vencia pacífi ca lo constituye, entonces, el com- promiso de los medios con la justicia convirtién- dose especialmente en portavoces de los que no tienen voz, y siendo ejemplares en el ejercicio maduro de la profesión, es decir, “de la más alta calidad científi co-tecnológica y con el más irres- tricto apego a las normas éticas” (Conejeros, Con relación a la promoción de la dignidad humana en todos sus aspectos, la comunicación mediática, inspirada en el criterio de respeto a la dignidad de la persona, posee los instrumentos más efi caces para restablecer la centralidad del ser humano y su promoción auténtica en las diversas esferas de la cultura y de la política. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 192 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza 2000, p. 227). Sin olvidar, por otra parte, que “la función pacifi cadora de los medios es incompa- tible también con el nihilismo ideológico” (Soria y Giner, 1985, p. 82). Finalmente, la tarea cívica insustituible de los medios puede resumirse en la articulación de libertad y responsabilidad: “El derecho y el deber de opinar obligan al sujeto cualifi cado a ser res- ponsable en el ejercicio de su derecho y en el cumplimiento de su deber, públicamente” (Gar- cía Sanz, 1988, p. 257). No cabe alegar el dere- cho a comunicar, por ejemplo, la difamación y la calumnia, fomentar el odio y el confl icto, la obscenidad, la pornografía. Hay que recalcar que “la libertad informativa sin sentido de res- ponsabilidad es tan cuestionable en la práctica como imposible la responsabilidad sin libertad sufi ciente. Libertad informativa y responsabi- lidad son términos mutuamente implicativos” (Blázquez, 1994, p. 219). Conclusión: hacia una hermenéutica de la esperanza. Una propuesta comunicativa desde el humanismo cívico La propuesta comunicativa que ofrece el huma- nismo cívico puede defi nirse como una herme- néutica de la esperanza. Ésta encierra todo lo que hasta aquí se ha explicitado, además de otras connotaciones. En primer lugar, esta hermenéu- tica indica que la materia de la comunicación es la verdad y no la neutralidad, aún en el plano político en el que contrapone la responsabilidad a la neutralidad. Comprende que la neutralidad es imposible y hasta poco deseable, pues en la práctica dicha pretensión termina siendo utili- zada al servicio del poder. La hermenéutica hu- manista también asume que la verdad posee una importante, aunque no exclusiva, dimensión socio-histórica. De ese modo, posee un contexto explicativo más adecuado para analizar la co- municación a nivel social. En lugar de la consabida objetividad, que es también tácitamente una pretensión hermenéu- tica, cabe más hablar de la verdad como materia de la comunicación: La objetividad no es neutralidad informativa. El compromiso del informador es con la ver- dad y con sus propios límites. No puede decir- lo todo, juzgarlo todo, pero debe atenerse a la realidad que ha investigado. Debe interpretar los acontecimientos, contextualizarlos ade- cuadamente. Este nuevo sentido de la objeti- vidad debe superar tanto los “hechos puros”, las informaciones de por sí elocuentes, como la interpretación puramente ideológica de la realidad (Guash, 1988, p. 401). Esta interpretación se ajusta mejor a una com- prensión humanista de la convivencia cívica. La pretensión de objetividad, en cambio, es proto- típica del positivismo. El positivismo resulta ser también un proyecto que, de hecho, ha gene- rado incontables progresos en el campo de las ciencias exactas. Sin embargo, resulta peligroso que impere en el campo de las disciplinas huma- nas, que deben ser ciencias, sí, pero ciencias en un sentido clásico más amplio, no positivista. El proyecto positivista moderno desembocó en la paradoja bajo la cual, el hombre moderno, tras desantropomorfi zar la naturaleza, terminó de- santropomorfi zándose a sí mismo (Spaemann, 2004a; Llano, 1988), por ello, las verdaderas Un modo muy concreto de contribuir a la convivencia pacífi ca lo constituye, entonces, el compromiso de los medios con la justicia convirtiéndose especialmente en portavoces de los que no tienen voz, y siendo ejemplares en el ejercicio maduro de la profesión, es decir, “de la más alta calidad científi co- tecnológica y con el más irrestricto apego a las normas éticas” 193 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo ciencias humanas deben rescatar los elementos propiamente humanos tales como la historici- dad y la teleologicidad. La expresión hermenéutica de la esperanza requiere algunas salvedades. Su contraposición a la obje- tividad no signifi ca de ningún modo subjetivis- mo, sino asumir el que necesariamente siempre exista una posición previa al hecho; un prejuicio como diría Gadamer (1997). Pero dicha posición debe ser claramente identifi cada y, por tanto, asumida de manera consciente y refl exiva. La hermenéutica tácita propia del positivismo, aplicada en los medios masivos de comunica- ción social, desemboca paradójicamente en una hermenéutica de la paranoia y la desesperación. Pa- radójicamente, puesto que la mayor pretensión del positivismo, desde Descartes y Bacon, es la seguridad, el dominio y la certeza. La certeza es un estado subjetivo-afectivo frente a la verdad, y no es la verdad misma la cual, a veces, puede generar incertidumbre en un sujeto. Pues bien, la pretensión de certeza ha desembocado en el nivel social en paranoia. Porque la otra cara de la moneda de la certeza, es decir, del paradig- ma positivista en su aspecto sociopolítico, es la voluntad de poder desenfrenada. Puesto que para estar cierto del actuar del otro debe reducírsele su libertad, bien en el plano teórico, bien en el plano práctico, porque la libertad del otro genera en mí incertidumbre, eterna desconfi anza ante una posible traición (Uña, 1984). Se comprende, así, que a la tesis, propia del mecanicismo an- tropológico, de la predecibilidad y objetividad humanas le siga el propósito, más o menos de- clarado, de manipular al ser humano (MacIntyre, 1987) con el fi n, entre otros muchos posibles, de mantenerlo bajo control. Ahora bien, cuando pre- suntos manipuladores se enfrentan, la respues- ta a ese temor es hacerse más impredecible, más poderoso, mentiroso, sofi sticado, encubridor; entonces el temor social se convierte en para- noia: nadie puede saber lo que está elucubrando el otro. No en vano, autores como Jesús Balleste- ros (2006) han caracterizado a la actual cultura como cultura del miedo, hij a del temor y la zozo- bra, y llamada a malograr cualquier anhelo de convivencia plenamente humana y pacífi ca. Frente a la hermenéutica de la paranoia, el huma- nismo cívico postula la esperanza. La esperanza como clave hermenéutica. Esperanza que no cabe confundir con optimismo ingenuo. Leonar- do Polo (1998) es un fi lósofo que ha refl exiona- do de modo penetrante sobre la esperanza, y su análisis es seguido muy de cerca en este traba- jo. Como enseña Polo (1998), la esperanza no es bobalicón optimismo, ni en su versión todo está bien, ni en su versión todo estará bien, que, por cierto, es con lo que se suelen apaciguar –¿enga- ñar?– los ánimos ante la paranoia imperante. La esperanza es la fuerza con la que se afronta el futuro gracias a la convicción de que los retos y las difi cultades de hoy pueden ser oportunida- des para el mañana. Ante el mal, la esperanza rehúsa la actitud típi- ca de la paranoia, que es un rendirse. También rehúsa la actitud un poco más sofi sticada y ele- gante, la resignación, que es el modo sutil de la claudicación. No es tampoco la temeridad irre- fl exiva fruto de la desesperación que impulsa a jugar el todo por el todo –ésa suele ser la actitud de quien se inmola–. La esperanza es la refl exiva sabiduría de quien confía en sí mismo y en los demás, sus amigos, su comunidad, y construye soluciones a partir de esa confi anza. La esperanza es constructiva, no La esperanza es la fuerza con la que se afronta el futuro gracias a la convicción de que los retos y las difi cultades de hoy pueden ser oportunidades para el mañana. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 194 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza destructiva ni avasalladora, pues, “es una virtud, específi camente teologal, pero es también esa fuerza vital que nos lanza a emprender proyectos difíciles en la medida en que, al mismo tiempo, los vislumbramos como una realidad asequible” (Irizar, 2006, p. 7). La esperanza y la confi anza que las grandes culturas han tenido es la que les ha permitido, en efecto, emprender a lo largo de la historia grandes hazañas, instituciones y civi- lizaciones; a diferencia de la guerra bárbara, que paranoica, tumultuosa, sin visión de futuro, sólo destruye. Cabe, no obstante, remarcar que toda esperanza humana –en la medida en que la es- peranza como virtud es esencialmente teologal (Santo Tomás de Aquino, 1950-1964)–, recibe fi r- meza y su signifi cado pleno de esperar, en último término, aquel único bien capaz de llenar de ma- nera incondicional y defi nitiva nuestros deseos y aspiraciones más profundos (Benedicto XVI, 2007). Es Él la gran esperanza que, lejos de apar- tarnos de este mundo y del compromiso con el otro, reviste nuestro actuar de esperanza activa, “con la cual luchamos para que las cosas no aca- ben en un ‘fi nal perverso’. Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mun- do abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana” (Be- nedicto XVI, 2007, n. 34). Una última y, tal vez, más importante aclara- ción, consiste en precisar que la paranoia y la esperanza deben ser identifi cadas en el actual espectro cultural, no como meros estados emo- tivos, sino como estados existenciales; como una visión del mundo, de sí mismo, y del otro, que defi ne mi actuar en el mundo, y respecto a los demás. Mientras que la paranoia sólo reconoce la comunicación objetivante, la esperanza elige la comunicación profunda, libre, intersubjetiva (Llano, 2003), aunque asume que la primera, en ciertos casos, puede ser necesaria. Histórica y esencialmente hablando, la hermenéutica de la paranoia es, en suma, el resultado existencial, axiológico, práctico y comunicativo del para- digma de la certeza y de la inmanencia. Ineludibles consecuencias de la hermenéutica de la paranoia una vez domina en el campo co- municativo, y por tanto en la educación, son la masifi cación emotiva de la sociedad, y la frag- mentación vital. Lo único en común que tiene la sociedad serían sus estados de histeria colectiva activados por el terrorismo o su amenaza, los eventos deportivos, los desastres naturales, la tensión política internacional, y los partidismos. En tanto que las cuestiones vitales profundas, la búsqueda del bien y del sentido, así como el compromiso y el encauzamiento del trabajo y las energías vitales se encierran en el individuo de una forma solipsista. En oposición a cualquier hecho llamativo o comercial, a hechos que afectan únicamente la intimidad de las personas, y en contraste con mentiras, verdades a medias, verdades infl adas…, la hermenéutica de la esperanza es una propuesta acerca de lo que debe ser el objeto for- mal de la disciplina del humanismo cívico. En el marco de la hermenéutica de la esperanza, la lectura e interpretación de la información o de los hechos implicaría un análisis orientado por unos criterios muy defi nidos de entre los cuales cabe destacar: • Criterios de censura: la existencia de crite- rios de censura-selección no es, ni debe ser, política, sino profesional. Porque la libertad de expresión no es un fi n, sino un medio u herramienta de servicio social, entonces, las opiniones que atentan contra la digni- dad y la verdad deben ser inadmisibles. La infl uencia educativa también debe consi- La esperanza es la refl exiva sabiduría de quien confía en sí mismo y en los demás, sus amigos, su comunidad, y construye soluciones a partir de esa confi anza. 195 Vo l u m e n 1 1 N ú m e r o 2 D i c i e m b r e d e 2 0 0 8 Liliana Beatriz Irizar, Javier Nicolás González-Camargo derarse, porque hay opiniones (opinade- ros) irresponsables, sin fundamento, que pueden hacer mucho daño al receptor sin sufi cientes criterios. Las opiniones deben respetarse pero seleccionarse según un mí- nimo de fundamentación, seriedad y res- ponsabilidad. Los intereses económicos o de partido político, de poder, no son nunca criterio de censura, aunque suele estilarse todo lo contrario. • La voluntad de franca escucha entre los in- terlocutores mediante un sano y respetuoso diálogo. En este sentido, resultan muy va- liosos los análisis ofrecidos por Spaemann (1980) y por Habermas (1988). Conviene subrayar acerca de este punto que, junto con el respeto a los interlocutores, el diálo- go sincero debe tener siempre presente la búsqueda de la verdad que trasciende a los que dialogan. • Análisis fundamentado y responsabilidad a la hora de emitir juicios respecto de pre- suntas intencionalidades buscando por en- cima de todo la verdad; sin arrogarse fun- ciones judiciales, siempre inclinándose a interpretar los hechos más bajo la perspec- tiva de posibilidades de mejora que bajo el efecto destructivo de impulsos fatalistas. • Jerarquía de valores: los medios deben es- tar al servicio de las instituciones (empre- sas mediáticas), las instituciones al servicio de las noticias y los comunicadores, y no al contrario. Los comunicadores y las noticias deben estar al servicio de los receptores y no al contrario. Finalmente, los medios, las ins- tituciones, las noticias, los comunicadores, los receptores, y las relaciones comunicati- vas, deben estar al servicio de la verdad. Básicamente, el ejercicio de la libertad de expre- sión, gran logro alcanzado por las democracias modernas, se salva de sí mismo sólo entendién- dolo como lo que es, una herramienta al servicio de un fi n. El fi n es la verdad que en su dimen- sión social se traduce como justicia. Así, mientras el actual panorama comunicativo se caracteriza por poner los diversos organis- mos del tecnosistema al servicio de la persuasión paranoica. Por el contrario, en la hermenéutica de la esperanza, la persuasión es un resultado peri- férico y multilateral del diálogo como camino hacia la verdad. Pues si no hay verdad, el único objeti- vo real que le queda al diálogo serio es el de la persuasión como fi n, que se entroniza como una pretensión unilateral y de poder. La educación como fundamento de posibilidad del diálogo entablado entre dialogantes respon- sables, y como resultado del ejercicio comunica- tivo responsable en una sociedad de la educa- ción, es la garante real de la hermenéutica de la esperanza como propuesta comunicativa. Educación ética en el uso de la libertad, educa- ción intelectual para la consolidación de criterios verdaderos y profundos, reconocimiento del otro y del carácter dialógico de la verdad, son algunas de las condiciones educativas bajo las cuales el ejercicio del comunicador social pasa de ser una simple técnica mediática a constituir- se en un dignísimo e importantísimo ejercicio prudencial. Tal como ha escrito Carlos Galdón (2006), “El Periodismo es (y debería constituirse como) una actividad intelectual y moral prác- tica, en la que la prudencia sintetiza, ordena y La educación como fundamento de posibilidad del diálogo entablado entre dialogantes responsables, y como resultado del ejercicio comunicativo responsable en una sociedad de la educación, es la garante real de la hermenéutica de la esperanza como propuesta comunicativa. I S S N 0 1 2 2 - 8 2 8 5 196 Humanismo cívico y medios de comunicación social. Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza dirige las acciones (…) un saber prudencial que consiste en la comunicación adecuada del saber sobre las realidades humanas actuales que a los ciudadanos les es útil saber para su actuación libre y solidaria” (pp. 45-46). Se trata de que los medios de comunicación, y el ejercicio de la comunicación social no devengan en un subsistema más, en simple intercambio de infl uencias y capital con el subsistema-Esta- do y el subsistema-mercado, ni en un recurso simplemente en contra, perturbador y contesta- tario, sino que se constituyan en un sano puente de unión; en un diálogo multidireccional, para una sociedad justa, culta y participativa. Estos son los esbozos de lo que podría denominarse una hermenéutica mediática de la esperanza. Referencias Aristóteles (1981). Política (Trad. J. Palli Bonet). Barcelona: Editorial Bruguera. Aristóteles (1993). Ética Nicomáquea (Trad. J. Pa- lli Bonet). Madrid: Gredos. Aristóteles (1994). Metafísica (T. Calvo Martínez Trad.). Madrid: Gredos. Arregui, J. V. (1986). Violencia y comunicación. En J. Yarce (ed.). Filosofía de la comunicación (pp. 213- 230). Pamplona: Eunsa. Ballesteros, J. (2000). Postmodernidad: decadencia o resistencia. 2 edición. Madrid: Tecnos. 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