(Microsoft Word - Gabriel Garc\355a M\341rquez 7) ___Libros___________ Palabra-Clave 147 Número 7 · 2002 Vivir para contarla Título: Vivir para contarla Autor: Gabriel García Márquez Editorial: Norma Año: 2002 Gabriel García Márquez comparte, en ocho capítulos, sus añoranzas y sus recuerdos, que de alguna manera se convirtieron en “un largo abrazo de lágrimas calladas”. Comparte sus afectos, sus experiencias y los principales aspectos de su vida desde su infancia hasta 1957, cuando fue enviado especial de El Espectador a Ginebra, a la “Conferencia de los cuatro grandes”. Además, relata cómo se fue forjando su vocación de escritor y periodista. En la lectura del libro se viaja por diferentes lugares de Colombia, el autor pinta con palabras el paisaje de los lugares donde vivió, sus recuerdos. En el viaje entre Barranquilla y Aracataca pasa por “la árida llanura calcinada por el salitre... que se funde en el horizonte. A través del “zarpazo de la nostalgia”, navegando por la Ciénaga Grande ve “las luces de los botes de pesca que flotaban como estrellas en el agua...”. Cerca de Aracataca, frente a una finca bananera ve escrito en el portal “Macondo”, el nombre de un árbol tropical parecido a una ceiba, que había servido para el nombre del lugar imaginario donde se desarrollan sus obras. Continúa el viaje por Manaure, un recodo paradisíaco en las estribaciones de la Sierra Nevada. Y por Riohacha, una ciudad idílica, con calles de salitre que bajan hacia un mar de lodo, así eran en los sueños de las abuelas y Gabo las veía como las había construido, “piedra por piedra en su imaginación”. Muchos años después viaja al Chocó a escribir un reportaje y describe este paisaje como “otro país inconcebible, una patria mágica de selvas floridas y diluvios eternos, donde todo parecía una versión inverosímil de la vida cotidiana”. Cuando regresa a Cartagena y va a la oficina de El Universal describe “una inmensa pared de piedra dorada de la iglesia de San Pedro Claver,... un edificio colonial bordado de remiendos republicanos...”. En Aracataca recuerda las principales impresiones de su niñez y especialmente el noviazgo y el matri- monio de sus padres y muchos aspectos familiares que de alguna manera se ven reflejados en sus novelas y sus obras en general. Cuando visita la casa de los abuelos la evoca como una casa inmensa, donde siempre estaba la mesa puesta, que “... mas que un hogar, era un pueblo. Siempre había varios turnos en la mesa”. Cuando viaja a Bogotá describe la travesía por el río y después en tren desde Puerto Salgar. “El tren sabia por las cornisas de rocas... en los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso... Los pueblos del camino eran tristes y helados... Allí, sintió por primera vez, “un estado del cuerpo desconocido e invisible: el frío”. Al atardecer... se abrían hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas como un mar del cielo”. Después llegó a Bogotá, una ciudad con la llovizna Palabra-Clave 148 Número 7 · 2002 eterna, “nostálgica de la Colonia”; “una de las ciudades más tristes del mundo”. También el autor habla sobre sus miedos y su timidez. Refiere que el mundo mágico de la abuela Tranquilina le resultaba fascinante de día y le causaba terror en la noche. Afirma que el miedo a la oscuridad lo ha perseguido durante toda la vida, “... como en los caminos solitarios y en antros de baile del mundo entero”. El miedo a estar solo, y mucho más en la oscuridad, porque le parecía que en la noche se materializaban las fantasías y los presagios de la abuela. También la timidez lo ha hecho tener pavor al teléfono y al avión; lo mismo que a “mantener una distancia insalvable con la gente que ha admirado”. Cuando niño quería ser como el abuelo, el coronel Nicolás Ricardo Márquez, un hombre “realista, valiente, seguro”; aunque “no pudo resistir la tentación de asomarse al mundo de la abuela”, Tranquilina Iguarán, Mina, el sostén de la familia con la panadería y los animalitos de caramelo. Con “Papalelo” iba al cine y al día siguiente el nieto debía contar la película en la mesa. El abuelo corregía los olvidos y los errores y le ayudaba a reconstruir los episodios difíciles. Antes de aprender a escribir, Gabito logro expresar con dibujos todo lo que le impresionaba, inventó cuentos dibujados y sin diálogos. Sin embargo, fue el abuelo quien le hizo el primer contacto con la letra escrita a los cinco años, le puso el glorioso “tumbaburros”, en el regazo, y le dijo: “Este libro no solo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca”. Todavía no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarse cuánta razón tenía el coronel “... si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos”. “Esto fue como asomarse al mundo entero por primera vez”. Este fue el primer contacto con el libro fundamental de su destino de escritor. En el colegio San José de Barran- quilla y en el Liceo, en Zipaquirá, aprendió las bases para “soltar sus duendes”, prosas líricas o sonetos de amores imaginarios. La clase que prefería en el colegio era la de Literatura, llegó hasta aprender las lecturas de memoria. Cuando estudiaba derecho, un gran descubrimiento fue una sala de música abierta al público en la Biblioteca Nacional de Bogotá, el refugio preferido del autor “para leer al amparo de los grandes compositores”. Dice que apren- dió a escribir con música: Chopin para los episodios reposados, Beethoven y Haydn en otras oportunidades. Actual- mente ninguna clase de música le estorba para escribir. Considera la música romántica de cámara, como la cumbre de las artes: Vivaldi, Brahms, Corelli, Schönberg; sin embargo, le gusta especialmente el “Tercer concierto para piano” de Béla Bartók y fue la música de fondo cuando le entregaron el Premio Nobel. “El 9 de abril”, en Bogotá, es un relato de una visión terrorífica, “una experiencia en el paisaje de la muerte”; donde “Monserrate y Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo de los incendios”. Gabo, a los 21 años, se fue Palabra-Clave 149 Número 7 · 2002 para Cartagena para estar en una ciudad sin guerra. Uno de sus mejores amigos de Gabo en Bogotá fue Gonzalo Mallarino Botero, en su casa con sus hermanos y su mamá Pepa Botero pasaba tardes inolvidables “... viendo atardecer sobre la esmeralda sin límites de la sabana, al calor del chocolate perfumado y las almojábanas calientes”. Gabo considera que lo que aprendió de Pepa Botero, “con su jerga destapada, con su forma de decir las cosas de la vida común le fue invaluable para una nueva retórica de la vida real”. Conoció a Álvaro Mutis a través de Gonzalo Mallarino, ya había leído algunos de sus poemas y de sus cuentos en los suplementos de Fin de Semana y “empezaron una conversación que todavía no ha terminado, en incontables lugares del mundo, durante más de medio siglo”. Se dio cuenta que llevaba un periodista dormido en el corazón y se propuso despertarlo. Consideraba que el reportaje era el mejor género para expresar la vida cotidiana. Sin embargo, una nota delicada y comprometedora, en los periódicos, debía escribirse a varias manos. No cree en la eficacia de las entrevistas y las que no ha podido evitar, las considera como una parte importante de sus obras de ficción, “fantasías sobre su vida”. Dice que “la crónica roja”, que tanto arraigo tiene entre los lectores, requiere una índole propia y un corazón a toda prueba. Conoció a Plinio Apuleyo Men- doza, con quien compartió tantas jornadas de periodismo. García Márquez llegó a comprobar que “la novela y el reportaje son hijos de una misma madre”. Considera que en las novelas era mejor no usar casos concretos, ni identificables, aunque fueran mejores que los inventados por él; además que “hay libros que no son de quien los escribe, sino de quien los sufre”. “... Son historias inventadas por la vida”. También, los sueños del autor son tan nítidos que no se pueden separar de la realidad como una experiencia maravillosa de la vida. Recuerda el autor que a los 27 años cuando escribió “La Hojarasca”, le faltaba mucho que aprender sobre el arte de novelar. Esta novela fue enviada a la editorial Losada de Buenos Aires, fue rechazada pero en la carta que le enviaron, al final había una nota final que fue un gran consuelo: “Hay que reconocerle al autor sus excelentes dotes de observador y de poeta”. Gabo considera los sueños como técnicas rudimentarias de un narrador en ciernes para hacer la realidad más divertida y comprensible. Recuerda que le fascinaban “los acordeones con sus canciones de caminantes”; una pasión que ha compartido con muchos de sus amigos. Una vez en Barranquilla, se encontró con Rafael Escalona, con quien “la poesía popular de su tierra se paseaba con un vestido nuevo en cada estrofa”. Palabra-Clave 150 Número 7 · 2002 En la costa formó parte del movimiento “Arena y Cielo”, unos poetas jóvenes que querían renovar la poesía de la costa caribe, siguiendo el buen ejemplo de Neruda y el Piedracelismo del grupo dirigido por Eduardo Carranza. En Barranquilla conoció a Alejandro Obregón, uno de los más queridos amigos de su grupo; con quienes formo el “Grupo de Barranquilla”: Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, y Álvaro Cepeda Samudio. Fuenmayor un amigo que parecía rastreador de inconsecuencias y purificador de estilo, tenía la magia certera para salvar de apuros al escritor con ejemplos de grandes autores. Una de las más gratas experiencias para el autor fue cuando estaba con su familia en Sucre y recibió una caja de madera de regalo. La abrió y contenía cuarenta y tres libros de autores contemporáneos que le enviaban sus amigos de Barranquilla con la única recomendación de que no hiciera plagio. Contenía una nota, escrita a mano que decía “Ahí le va esa vaina, maestro, a ver si por fin aprende”. Las obras estaban todas en español y “escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir”. Recuerda que la librería “Mundo” fue el lugar de encuentro para leer y conocer las novedades del mundo y de la literatura hispanoamericana: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y novelistas ingleses y norteamericanos. Dice Gabo que aprendió a contar cuentos paralelos a los que escribía porque esto constituía una parte valiosa de la concepción y la escritura, una forma de ficción de la ficción que puede constituir un género que le hace falta a la literatura. Después de leer el libro se puede decir que Gabriel García Márquez enseña a través del ejemplo, porque en más de 400 publicaciones de “La Jirafa”, en El Heraldo realizó una verdadera gimnasia esencial para su forma de escribir. Además, revela el autor, que "uno de los secretos más útiles para escribir es aprender a leer jeroglíficos de la realidad, sin tocar una puerta para preguntar nada”. La novela debe tener un soplo mítico, una carga mágica. CLARA TAMAYO Docente de Lecturas Selectas Facultad de Comunicación Social y Periodismo Universidad de La Sabana